Prestarte atención es decirte que
me importas y, por tanto, que te amo.
Krishnamurti.
Quiero ver el futuro
Muchas veces he dicho que quisiera vivir más de un siglo, hasta tengo un número: ciento cinco. Seguramente lo romantizo, pero es que quiero ver el futuro, ver el resultado de lo que hoy se está gestando, quiero ver si logramos revertir el calentamiento global, si logramos la equidad de género, si logramos que la inteligencia artificial refleje lo mejor del ser humano para hacer el proyecto humanidad uno sostenible, quiero ver si el mundo en el que vivirán mis hijos es un mundo con mayor conciencia de lo que de verdad importa. Quiero ver si llegamos a las utopías.
Y bueno, ¿a qué viene toda esta reflexión si ni siquiera es mi cumpleaños? Viene de una experiencia que me pareció dolorosa. Esta mañana fui testigo de algo que me causó una gran molestia y ni siquiera tenía claro lo que me había molestado, hasta ahora. Cuida cómo le hablas a tus mayores
Acompañé a mi papá a una consulta médica. Y hubo algo en el tono del médico que me molestó mucho. Nada que pareciera extraordinario, pero lo percibí con claridad: le hablaba a mi papá como nunca había escuchado a nadie hablarle; como si le estuviera hablando a un menor de edad. Con una condescendencia, explicándole las cosas como si el ser una persona mayor significara que pierdes tu experiencia.
Mi papá es un hombre fuerte, educado, interesante. Inspira confianza y respeto. Pero no parecía que el médico lo percibiera. En realidad, tengo la sensación de que no se interesaba mucho en él, como que era uno más en su agenda a quien despachar prontito para cobrar y ya. No se dio cuenta del hombre que tenía frente a sí, y le hablaba como si le estuviera hablando a una persona senil, entre otras cosas porque apenas lo volteaba a ver y, claramente, no le interesaba escucharlo. Salí de ahí molesta, pero también reflexiva. Preguntándome cómo le hablo yo a las personas mayores, en si las percibo como los adultos que son, con el respeto que merece alguien con más kilómetros recorridos que yo, o de forma sobre protectora (quizá condescendiente), como si yo supiera más que ellos. Velocidad que excluye
El mundo va tan rápido, en especial la tecnología que parece tener la consigna de que nunca terminemos de entenderla, que los más mayores que no crecieron en la era digital ni desarrollaron las habilidades (hasta de coordinación motriz) para manejar tantos botoncitos como hoy manejamos en la vida diaria, se quedan un poco fuera del carril, excluidos. Algunos, los más curiosos, hacen el esfuerzo y aprenden, se adaptan, y llevan el paso como todos los demás, tratando de no quedarse atrás, pero la verdad es que son los menos. Como que muchos no entienden, y con razón, cómo es que una tarde de cafetería se convirtió en una sesión de zoom. Y prefieren seguir alimentando sus relaciones interpersonales sin una pantalla de por medio. Curiosamente, esa diferencia nos hace percibirlos como viejos. Y lo viejo, en este mundo, es sinónimo de obsolecencia, y no de sabiduría. Hoy, en esa escena de la que fui testigo, desee una cosa con todo mi corazón: que tuviéramos más sensibilidad y respeto por la gente mayor, que recordáramos que siguen siendo esos mismos que han vivido, amado, construido, caminado, que se han caído y se han recuperado, que han tenido sueños y logros, y decepciones y frustraciones.
¿Por qué les hablamos como a niños?
Ellos siguen siendo adultos, quizá con menos fuerza física, pero adultos, no niños. Esos adultos que alguna vez, en sus veintes, cuarentas, cincuentas, tuvieron sueños y sembraron las primeras semillas de las utopías que hoy nos parecen tan revolucionarias. Saben más en muchas cosas en las que fueron expertos, y saben más de las cosas más simples de la vida que a nosotros nos siguen desconcertando. Merecen un trato digno.
En este mundo donde todo se tira, estamos cayendo también en descartar a los mayores. Y me parece una tragedia. Creo que nos toca construir cultura que sepa tratar bien a todos los seres humanos, también a los más grandes, a los que están enfermos, a los que se sienten vulnerables o no lidian bien con la incertidumbre, a los que están tratando de encontrar su lugar en un mundo en el que, luego de toda una vida de trabajo y experiencia, no parece haber lugar para ellos.
Y más nos vale construirla ahora, porque la velocidad del mundo se incrementa cada vez más. Y ni siquiera nosotros, que hoy nos sentimos como peces en el agua con nuestros teléfonos inteligentes, seremos capaces de seguir el ritmo. Es probable que el mundo sea una incógnita para nosotros antes de la edad en la que lo está siendo para nuestros padres. Ojalá logremos ser ejemplo de paciencia, respeto y amor para ellos, frente a nuestros hijos.
El reto del cambio: por fin una relación de iguales Y no estoy diciendo que sea fácil. También nosotros, los hijos, estamos ante una situación nueva cuando nuestros padres se hacen mayores. De pronto sentimos la necesidad de protegerlos, de decirles cómo es la mejor forma de hacer las cosas, y los podemos empezar a tratar como menores. Pero no olvidemos que la sobreprotección puede sentirse ofensiva -o al menos esa fue mi experiencia de hoy.
Esta es nuestra oportunidad de establecer, como nunca, una relación de iguales con nuestros papás. Antes, ellos nos protegieron, y aunque éramos ya adultos, nunca dejaron de vernos como sus pequeños. Llega el momento en donde las cosas cambian, es la ley de la vida. Pero mientras ellos estén lúcidos, incluso si se vuelven dependientes en algunas cosas, merecen el respeto de nuestra confianza: ellos saben qué es lo mejor para sí mismos. Nosotros, nunca seremos sus papás. Los estamos acompañando en la vida como ellos nos han acompañado a nosotros. Que tengan nuestro apoyo, nuestro acompañamiento y nuestro respeto a sus decisiones es un gran regalo. Incluso cuando no los entendamos, no los juzguemos.
El nombre del juego es "amor," tal como el que nos trajo hasta aquí hoy. Que la vida, el tiempo, la humildad y la gratitud nos permitan ser un remanso de paz y aceptación para ellos. Que nos permitan ser una fuente de alegría, de escucha y una compañía que les haga sonreír. Que tengamos la capacidad de darles la mayor muestra de amor: nuestra atención, para darnos cuenta, con todo y nuestras prisas, de con quién estamos tratando en realidad.
Quizá se requieran más de cincuenta y cuatro años para ver todo eso, pero no me puedo imaginar vivir ciento cincuenta, eso sí me da un poco de flojera. Aunque, quién sabe, tal vez la ciencia me sorprenda y para cuando sea una viejita ciencia haya logrado que podamos extender nuestra longevidad con calidad de vida. Ya veremos.
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